Por: Tita Katherine Otero González
Tenía trece años. Mi abuelita me contó la historia de un hombre que recorría las calles de Bucaramanga escribiendo la palabra «Lea» por cuanto lienzo en blanco urbano encontrara. «Él les daba vida», me dijo. Resultó no ser otro que Ladislao Gutiérrez: el que se convertiría en el «profesor de lectura callejero», el que dialogó con los espacios públicos.
Hace poco, una foto de una pared de cemento con una obra rosada vibrante me recordó a esa charla de catorce años atrás. Jim Pluk había pintado un homenaje a lo que llamó el grafiti «Lea». Fue un 6 de febrero de 1972 cuando inició la campaña de lectura que trascendería las fronteras bumanguesas: pasando por Bogotá, Cartagena y Cúcuta, llegó hasta Venezuela y Ecuador. «¡Lea, escriba y triunfe!». Su lema.
Cuando pienso en Lea —como también fue conocido— rememoro una frase de La librería de Penelope Fitzgerald: «Un buen libro es la preciosa savia del alma de un maestro, embalsamada y atesorada intencionadamente para una vida más allá de la vida y, como tal, no hay duda de que debe ser un artículo de primera necesidad». Me figuro que para Ladislao un libro era, justamente, un artículo de primera necesidad. Mientras su tatarabuelo —el expresidente y general Santos Gutiérrez— fue un hombre de armas, él lo fue de letras. Los libros llevan a la cultura, y la cultura a la paz, pregonaba. Antes, la violencia política atravesó su hogar en su natal Chinácota. De allí llegó a Bucaramanga: la sede de la mayoría de sus grafitis literarios.
—¿Les parece si recorremos las calles promocionando la lectura?
Pensemos que fue lo que propuso escuetamente Ladislao —si fue su idea— a su primo Olmedo Gutiérrez y al cofrade Rozo Julio Anaya. Una conmemoración al centenario de la muerte de su ascendente Santos Gutiérrez. Sin embargo, Ladi —como era llamado cariñosamente— tuvo que emprender solo la cruzada que transitaría las vías bumanguesas. Ellos murieron. Él vivió para ser visto en lugares públicos, tiza en mano, portafolio bajo el brazo.
Lo imagino con su caminar pausado, deteniéndose frente a una pared. Tal vez la de un banco o la de un baño. Tal vez en un portón o en un ventanal. En su tan característica letra cursiva la barrita de tiza se desliza sin mayor esfuerzo. Su sello. Su rúbrica. Su firma manuscrita. «Acá estuvo Lea», alguien habrá dicho. Lo veo distinguido, a saco y corbata. Gafas gruesas con marco carey.
El sol vio su aventura durante largos 29 años. El tránsito a las canas, las grietas de las calles en su piel. Ladislao, el pedagogo callejero, el sastre a tiempo completo, el amante de Nietzsche. Su deseo de prosperidad llegó a universidades y colegios. También corrió por la sangre de sus hijas —a quienes tuvo con su esposa Lucila Arenas—, posteriores educadoras del colegio Santa Teresita del Niño Jesús.
Tenía trece años. Mi abuelita me contó que a Ladislao solo lo detuvo la muerte. Pero ahora pienso diferente. Él me dice desde la distancia, con el arte como medio:
—Lo hago para que la gente le gane la batalla a la ignorancia.
Estoy segura de que su mensaje habrá llegado a más de uno. Lo escucho entre risas y con buen humor. Su propósito sigue vigente más allá del 2001. Ahora, después de escribir, lo único que quiero es leer. Leer para vivir. ¡Lea!